sábado, 15 de febrero de 2020

Unha língua de seu

Malia a língua galega ter sofrido unha coitelada lingüística por banda do castelán, a cal se pode apercibir sen dificuldade nalgúns dos seus sons, na súa grafía e por riba de todo na mancheia de verbas castelás que contaminan esta fala no seu emprego cotiá e non oficial, existen xeitos e expresións que chaman a atención con forza e converten ao galego non só nun moi achegado irmao do portugués, senón nunha fala propria e ben diferenciada que, aínda ao estar sometida ao imperio lingüístico castelán, conserva o seu selo máis que diferenzal.

E é por iso polo que o galego, que case conta con mil anos, non é un xeito de falar o portugués, nen o castelán, nen unha mestura entre o derradeiro e o primeiro. Se non o cren tenten dicirlle a un portugués que están ledos de velo ou que el é un pailán, lacazán ou papaberzas. Fagan o mesmo cun falante de castelán que non saiba galego: díganlle que xa fixeron a cea, mais que hai que agardar aos convidados. Proben a falarlle da saudade ou díganlle que o mosteiro de Oseira é enxebre.


Non lles deamos ese pracer aos monopolios lingüísticos. Non subxuguemos a unha antiga e riquísima língua empregada polos nosos devanceiros a traveso dos séculos ao castelán e ao portugués. Non voltemos dicir que o galego é unha especie de portuñol ou un portugués falado de xeito estrano, tampouco que é o castelán falado polos campesiños de Galicia. Sen máis, digamos que somos galegos e que falamos o galego, unha língua propria dun territorio que ren ten que envexar ás súas viciñas máis próximas. E que, malia ser moi semellantes entre elas, abre o camiño cara a un inmenso mar de posibilidades. E así teremos de ficar: mirando ao xigante Atlántico que está ao noso redor pensando con orgullo e profundidade a sobor das nosas máis que proprias características.

La política ha muerto

En 1882 el siempre citado y más que conocido Friedrich Nietzsche dejaba por escrito la siguiente sentencia: "¡Dios ha muerto!". Para él todo lo trascendente había muerto. Nada existía por encima de nosotros que pudiese guiar nuestras vidas. Ninguna instancia superior, pues, podrá guiarlas. Nuestros valores ya no dependen de ello en absoluto, si no de nosotros mismos. Nos tenemos que encargar tanto de crearlos como de mantenerlos y vivir conforme a ellos. Nietzsche repetiría esta frase en varias de sus obras, ejemplo de ello es la clásica Así habló Zaratustra, que comenzaría a escribir en 1883.


Hoy, casi 150 años después, las implicaciones de sus desgarradoras reflexiones siguen teniendo palpable vigencia en todos los ámbitos, pero con mayor preocupación nos percatamos de ellas en la política. La política, etimológicamente gestión o gobierno de la polis (ciudad), debiera ser, según los filósofos clásicos, una disciplina o ciencia que tuviese como objetivo lograr el bien común, es decir, que con su ejercicio se buscase siempre favorecer a los ciudadanos. Así, pues, la praxis política tendría que estar por completo al servicio de los ciudadanos y no convertirse nunca en un instrumento de explotación o engaño hacia los mismos. El fin que ha de lograr el ejercicio de la política tendría que coincidir con otorgar la posibilidad a los sujetos que habitan la polis de realizarse por sí mismos plenamente en un marco de convivencia que así lo permita.

Dicho esto, es apreciable como la definición clásica de política, muy ligada con la virtud, presentaba una enorme preocupación por cada uno de los individuos. La polis era el marco de realización y de posibilidad de todos los ciudadanos. Lo importante era también la gloria de la misma, pero, ¿cuál era la forma de conseguirla? Sencillamente, estableciendo las estructuras necesarias para que sus habitantes pudiesen desarrollarse de forma virtuosa. Así, si las partes son virtuosas el conjunto será excelso.


Sería interesante realizar una revisión de las definiciones que ha tenido el término política a lo largo de la historia, pero no es de especial relevancia para el caso. A pesar de ello, es preciso rescatar que el término entendido desde un contexto clásico ha sido desvirtuado y prostituido, ya no sólo en su definición, que también, sino más bien en la aplicación práctica del mismo. La intervención política se ha convertido en una máquina de pestilentes embusteros e interesados a lo largo de los milenios, lo que, por otra parte, no implica que antaño no lo haya sido también. 

El político, que debiera ser uno de los individuos más reputados y respetados, ha perdido casi por completo su consideración dados los casos de engaño, corrupción, tráfico de influencias y demás tropelías. El político, que debiera gobernar para hacer la vida de sus conciudadanos un poco más sencilla, busca en la mayoría de los casos su interés particular, su enriquecimiento. El político, que debiera buscar el beneficio de todos, busca el bien personal. El político, que debiera ser honrado, roba. El político, que debiera dialogar con talante y atención con otros políticos, se enzarza en combates dialécticos de baja estofa y mínima importancia. El político, en verdad, ha muerto, y nosotros lo hemos matado.



Y no nos ha llegado con matarlo a él, sino que también hemos matado a la política. Por las contingencias a las que nos ha llevado la deriva histórica la gran mayoría vivimos preocupados en exceso por el placer. Dentro del placer, como es obvio, encontramos la preocupación por el ocio, es decir, por el clásico pasarlo bien. Para pasarlo bien hemos de buscar entretenimientos agradables. Aquí, los espectáculos se llevan la palma. Sean realities, partidos de alguna disciplina deportiva, programas de humor, de tertulia, etc., todas estas situaciones nos hacen pasar momentos llenos de carcajadas muy agradables en los que el uso del pensamiento es mínimo, por desgracia. 

La política, bien por nuestra culpa, o por ella misma y sus secuaces los políticos, se ha convertido en eso: un superfluo y banal espectáculo.




viernes, 29 de marzo de 2019

La Simulación en la que vivimos: El dios engañador.

A lo largo de la Edad Media y con el establecimiento del Cristianismo como religión preponderante y elemento regulador de la actividad filosófica en Occidente encontramos una enorme cantidad de reflexiones en torno a la naturaleza del dios de dicho credo y a su relación con los seres humanos. Una de las características fundamentales de esta entidad trascendente es la omnipotencia, que traerá consigo extensos y profundos dolores de cabeza por parte de algunos de los filósofos y teológos del tiempo. Y es que, si Dios es omnipotente, es decir, si su poder lo abarca todo, nada existe que lo limite. Así, podría jugar con nosotros a su antojo y nunca nos daríamos cuenta: ¿cómo podemos estar seguros, pues, de que lo que percibimos y pensamos no está siendo provocado de forma engañosa por Él?


Uno de los intelectuales que más atención prestó a esta situación fue Guillermo de Ockham (S. XIII-XIV), conocido fundamentalmente por aplicar el principio de economía en la resolución de arduos problemas metafísicos. Dicho pensador, uno de los detonantes de la filosofía escolástica, centró gran parte de sus reflexiones en dos ámbitos principalmente: la omnipotencia de Dios y su absoluta voluntad. 

El monje franciscano defendía que la divinidad es completamente superior a nosotros y que no hay forma de conocerla a través de las sensaciones o de la reflexión, pues está situada fuera de nuestro universo y nuestra posibilidad de comprensión y conocimiento. Defiende, entonces, que la única vía para acceder a Dios es a través de la fe, es decir, aceptando lo que en la Biblia está escrito acerca de Él.


Dios, pues, afirmaba, es omnipotente. Todo lo puede y, así, puede hacer lo que le plazca, ya que su voluntad también es absoluta. Él ha creado el mundo de una forma, pero podría haber sido creado de otra muy distinta. Dada esta circunstancia no existe nada que garantice que Dios no nos esté induciendo al error cada vez que pensemos y/o percibamos. Por tanto, podríamos estar teniendo sensaciones de diferentes objetos y entidades que realmente no existen, fruto de un desagradable y engañoso juego llevado a cabo por la divinidad. Si Dios es la voluntad absoluta y ejerce un poder ilimitado nada nos salvará ante Él, pues podría hacer en cada momento lo que le viniese en gana. 

A pesar de esto, Dios, según Ockham, no puede hacer nada que incurra en contradicción. Ergo, no será capaz de crear nunca una roca que ni Él pueda levantar. Tampoco será quien de crear un círculo cuadrado o atentar a su antojo contra el principio de contradicción e identidad. A pesar de que la actividad divina no está limitada físicamente, sí lo está lógicamente. Si bien es cierto que esto reduce su marco de actuación no nos libra de ser víctimas del engaño al que Él nos quiera inducir.


Pocos siglos después del desmoronamiento de la escolástica aparece un personaje que marcará un antes y un después en la reflexión acerca del estatuto de la realidad. Él es René Descartes (S. XVII). En pleno Barroco, y como puente de unión entre el Renacimiento y la Edad Moderna, el filósofo francés está completamente obsesionado con el conocimiento certero y evidente, así como con la importancia de desarrollar un riguroso método para alcanzarlo.

Esta obsesión, de la que es partícipe al beber en parte de las fuentes renacentistas como Pico della Mirandola, Michel de Montaigne o Francis Bacon, le lleva, en cierto modo, a ser un escéptico acérrimo que aplicará el recurso de la duda a absolutamente todo el ámbito cognoscitivo. Por otro lado, las especulaciones de Guillermo de Ockham, Francisco Suárez y muchos de los escolásticos en torno a la voluntad y omnipotencia divinas le empujarán a profundizar todavía más en la duda llegando a plantear la presumible existencia, ya no de un dios que meramente engaña, sino de uno que nos conduce al error por pura maldad, de un genio maligno.



Por tanto, y como Descartes expondrá fundamentalmente en el Discurso del Método (1637), nada de lo que creíamos conocer hasta ahora queda salvaguardado ante la conocida como duda hiperbólica. Así, el pensador galo partirá de la posibilidad de que estemos viviendo un sueño o de que nuestras percepciones sean erróneas o meras ilusiones. Dicha posibilidad es presentada desde tres problemas diferenciados:

El primero de ellos consiste en que, para Descartes, el sueño y la vigilia son en numerosas ocasiones casi indiferenciables. Para dar mayor peso a esta cuestión argumenta que usualmente cuando permanece en su butaca al lado de la chimenea no es capaz de diferenciar si está soñando o despierto. Admite, también, que no es la primera vez que cree estar en estado de vigilia en su butaca disfrutando de la lectura de alguna obra acompañado por el fuego que brota en la chimenea y se despierta subitamente percatándose de que todo era producto de un sueño.


El segundo de los problemas se centra en los errores a los que nos llevan las percepciones en gran cantidad de ocasiones. Con esto fundamentalmente se intentan destacar las problemáticas circunstancias que entraña el dejarse llevar por la información que aportan nuestros sentidos. Descartes emplea un conocido ejemplo: el del palo introducido en el agua. El pensador francés expone que antes de que dicho objeto esté dentro del líquido elemento es percibido como algo recto y continuo, mientras que al introducirlo  en el agua lo vemos como algo quebrado y discontinuo. Entonces, se preguntará Descartes, ¿cómo sabré cuál es la forma real del palo? En el caso de que el agua nos lleve a percibirlo erróneamente, ¿cómo puedo saber que de las otras maneras estoy percibiendo una imagen adecuada del mismo?

Otro clásico ejemplo que nos lleva a dudar de nuestras percepciones es el de la torre. Así, cuando uno observa un torreón desde la distancia éste parece tener forma rectángular, pero en el momento en que dicho individuo se acerca a unos 30 ó 40 metros del mismo lo percibirá con figura cilíndrica. Entonces, ¿cuál es su forma real?



Siguiendo estos ejemplos, pues, plantearía las siguientes cuestiones: ¿cómo podemos confiar en los datos que aportan nuestros sentidos si muchas veces se contradicen?, ¿cómo estar seguros de que lo que percibimos en nuestro estado actual se corresponde con la realidad y no lo que percibimos en otra situación diferente?

El tercer problema tiene que ver con Dios. Aunque Descartes acabará por salvarlo defendiendo que, dada su infinitud, es perfecto y bueno, plantea en varios de sus escritos la posibilidad de que exista un agente divino malévolo que nos lleve a engaño de manera constante. Esta situación podría darse de varias formas. Se produciría indirectamente si ese genio hubiese introducido en nuestra propia naturaleza el engaño y el error. Pero podría intervenir de un modo más directo interfiriendo constantemente cuando pensemos o percibamos. Sea cuál sea su modus operandi Descartes considera que no podemos estar seguros de absolutamente nada. 

Con nada se refiere también a las verdades geométricas, matemáticas o analíticas. Aunque pensemos como cierto y evidente que 2+2 es igual a 4 o que A es igual a sí misma, ¿no es cierto que, detrás de todo esto, podría estar ese dios maligno llevándonos a considerar como evidente lo que no lo es en absoluto?


 Al final, como apunté en los párrafos anteriores, Descartes salvará a Dios y negará que pueda realizar un acto tan atroz. También salvará al pensamiento. De lo único de lo que se muestra seguro en el Discurso del Método y en las Meditaciones Metafísicas es de que duda, y si duda es que piensa, sostendrá. Si piensa, pues, existe algo que piensa. Pero, ¿qué es lo que piensa? Para el filósofo de La Haye piensa la cosa-pensante (res cogitans).

Sin embargo, ¿solucionan estas intuiciones de Descartes el problema de la ilusión? Si la única certeza absoluta es que existe una cosa-pensante que piensa, ¿no cabe la remota posibilidad de que no seamos más que soportes o cerebros con la única capacidad de pensar sometidos a diferentes estímulos, ya por capricho o azar, que nada tienen que ver con la realidad?
    

martes, 26 de marzo de 2019

La Simulación en la que vivimos: La Ilusión

Es 1849 y sale a la luz el poema de Edgar Allan Poe "A Dream Within a Dream". Entre una de sus sentencias más destacadas y repetidas se encuentra la que sigue: "¿Acaso todo lo que vemos o nos parece no es sino un sueño dentro de otro sueño?". Con ella el escritor estadounidense señala un problema fundamental en la historia del pensamiento, a saber: la posibilidad de que todo lo que vivimos sea parte de un sueño o una ilusión. Problema que en nuestro tiempo se agravará dada la aparición de las grandes máquinas computacionales, las cuales, por causa de su enorme capacidad, llevan a plantearse a algunos si nuestra vida no es más que una simulación o proyección generada por las mismas.

Como ha quedado apuntado en las últimas líneas el problema de la simulación es un asunto contemporáneo. Hasta que se han comenzado a desarrollar grandes sistemas de computación, como los ordenadores, no se planteó nada relacionado con la posibilidad de que estemos siendo simulados. A pesar de esto, no podemos caer en el simplismo y olvidar claros precedentes de esta hipótesis que negaban el carácter auténtico de la realidad que nos rodea y defendían que vivíamos en una completa ilusión, simulacro o sueño, es decir, una copia o proyección superpuesta, imperfecta, parcial y/o interesada de lo que en verdad existe.


Por consiguiente, no podemos olvidar las aportaciones de dos figuras fundamentales que, bajo mi punto de vista, sentaron precedente claro en lo que hoy conocemos como Hipótesis de la Simulación. La primera de ellas es Parménides de Elea (s. VI a.C.). Puede decirse de este intelectual nacido en la costa suroeste de la Península Itálica que fue uno de los pioneros de la metafísica, dejando constancia escrita de ello en su poema Sobre la Naturaleza

En dicho poema Parménides presenta, a través de la interacción entre un joven, que posiblemente lo represente a él, y una diosa, los dos caminos por los que podemos dirigirnos para intentar acceder a la verdad, así como el conocimiento que cada uno aporta. El primero de ellos, al que denomina el "del Ser", es el que proporciona la verdad. El segundo, al que denomina de la opinión o del "No-ser", únicamente proporciona ilusiones y falsedad. 

A través de la primera de estas vías, a la que accedemos racionalmente, conocemos el Ser, es decir, la Realidad. El Ser, que para Parménides es "lo que es y no puede dejar de ser", es eterno, ingénito, inmóvil, inmutable, completo y único. Así, pues, siguiendo este camino llegamos a la conclusión de que Todo es Ser. Con tamañas afirmaciones el filósofo de Elea niega la existencia del cambio, del tiempo o del movimiento, puesto que aceptar que alguna de esas circunstancias tiene lugar implicaría hacer partícipe al Ser del No-Ser. Aceptar el cambio, la división, el movimiento y demás es propio de quienes transitan la segunda de las vías, dejándose así llevar por la información que ofrecen sus sentidos, los cuales no hacen más que mostrarles ilusiones y generar en ellos ideas y percepciones completamente irreales y fantasiosas.


Por tanto, Parménides distingue entre la auténtica Realidad a la que denomina Ser, la cual es invariable y eterna, de la que únicamente se puede decir que es, y las imágenes imperfectas y fantasiosas que tenemos de la misma los seres humanos movidos por nuestras falsas opiniones y nuestras imperfectas e ilusorias percepciones.

Uno de los mayores admiradores de Parménides fue el filósofo ateniense Platón (S. V- IV a.C.), quien, influido por las visiones cosmogónicas egipcio-orfeas y las especulaciones pitagóricas acerca de la estructura de lo real, así como movido por sus propias convicciones, reinterpretó el mensaje del eleata. Ahora, para Platón, el mundo del Ser está formado por los Eîdos, las Ideas o Formas, las cuales mantienen las mismas características que la auténtica Realidad parmenídea. Todo lo que existe en este mundo sensible y material es una copia defectuosa e imperfecta de lo que habita en el Mundo Inteligible, en el mundo del Ser. Todo lo material, perceptible y sensible es, pues, una proyección, una mera sombra; es, en definitiva, No-Ser.



Para aclarar esto Platón emplea su recurso favorito: el mito. El relato del que el pensador ateniense hace uso se encuentra en una de sus más reconocidas obras, La República. Dicha historieta es conocida como Alegoría o Mito de la Caverna y posee un poder explicativo enorme de su pensamiento. El mito, en resumen, es el siguiente:

Un grupo de individuos encadenados habitan una caverna o cueva. Estos constantemente miran hacia una pared en la que se están proyectando diferentes sombras. Dichas sombras provienen de detrás de ellos, donde está situada una hoguera sobre la que se colocan diferentes objetos por parte de otros individuos para proyectarlas. Así, estas sombras se corresponden con imágenes distorsionadas y/o malogradas de dichos elementos. Ahora bien, quienes habitan en lo profundo de la cueva y sólo ven las sombras no saben que estas no son otra cosa que defectuosas proyecciones, pensando, a su vez, que lo único que existe es lo que ellos ven, es decir, las sombras.

En un momento dado, uno de los personajes que permanecían encadenados se libera y da comienzo a un épico periplo a través del cual conocerá cuál es la auténtica Realidad. El primer paso que acomete consiste en percatarse del lugar de procedencia de las sombras y de su naturaleza. Observa, en su huida, que estas no son más que proyecciones provocadas al colocar diferentes objetos delante de una hoguera. Posteriormente, logra salir de la caverna y percibir la luz del Sol, cerciorándose de que los objetos que proyectan sombras no son la auténtica Realidad, sino meras copias de lo que existe fuera de la cueva. Pero, a su vez, llega a percibir que todavía no conoce lo Real, que Platón identifica con el Sol.

El objetivo fundamental al que el discípulo de Sócrates quiere conducirnos consiste en que comprendamos que lo que percibimos en la cueva no es más que una ilusión y fantasía, una sombra y simulacro, mientras que lo que existe fuera de la misma comienza a acercarse cada vez más a lo que es la Realidad (el Sol - lo Inteligible).


En definitiva, aunque no compartamos las opiniones de Platón y Parménides, ¿cómo sabemos que nuestras sensaciones y opiniones se corresponden con la Realidad?




miércoles, 20 de marzo de 2019

H.G. Wells: La Máquina del Tiempo y el Historicismo

En 1944 el conocido filósofo Karl Raimund Popper publicaba el pequeño opúsculo La Miseria del Historicismo. En dicha obra criticaba duramente toda teoría basada en los principios del Historicismo, el cual veía como génesis de gran parte de los males que asolaban a la humanidad en el tiempo en que vivió.

Pero, ¿qué es eso del Historicismo? Según el propio autor consiste en la presunción básica de que existen unas leyes inexorables que rigen el comportamiento de los seres humanos en sociedad y que explican todos los cambios que se producen en su historia. A su vez, Popper mantenía que esta postura era enormemente peligrosa, pues podía librar al ser humano de responsabilidad moral, ya que dicha legalidad histórica serviría para justificar en todo momento su comportamiento, con lo que crímenes de guerra, asesinatos y demás tropelías serían vistas como algo completamente necesario y normal.



49 años antes de la publicación de la obra de Popper sale a la luz una novela que desafía por completo las nociones convencionales acerca del tiempo y la física. Es La Máquina del Tiempo (1895), una de las producciones literarias más conocidas de Herbert George Wells. Este escritor, nacido en Bromley (Reino Unido) en 1866, destaca fundamentalmente por su labor en el género de la ciencia ficción, siendo uno de sus pioneros.

Por su parte, Wells era un convencido socialista y en todas sus obras existe, entre otros muchos, un objetivo de crítica con respecto a la situación política que le tocó vivir. Por otro lado, y dada su formación científica, fundamentalmente en el área de la Biología, el escritor británico abarrota sus obras con escenas impregnadas de problemas y cuestiones científicas que dan lugar a profundas reflexiones acerca de los fundamentos de dicha disciplina y la posibilidad de conocimiento que nos pueda otorgar, así como de sus límites y su relación con la ética. Un claro ejemplo de esto puede apreciarse en su novela La Isla del Doctor Moreau (1896).



La Máquina del Tiempo es una de las obras de ciencia ficción más conocidas de todos los tiempos. Se han producido varias adaptaciones cinematográficas a lo largo de los siglos XX y XXI, destacando la realizada en 2002 por su bisnieto Simon Wells. Aun siendo enormemente interesantes todas ellas pretendo que nos quedemos con la trama fundamental de la novela de 1895, la original que brotó del puro ingenio de H.G. Wells.

 Así, pues, la historia que el escritor británico nos cuenta viene a ser en sus líneas fundamentales la siguiente: Un científico y profesor de universidad de física presenta una profunda obsesión con los viajes a través del tiempo, los cuales considera posibles. Este es un personaje disgustado e invadido por el tedio por causa de la sociedad en la que vive y las convenciones y convicciones de la misma. Esto, en cierto modo, lo lleva a aislarse y a trabajar con empeño para tratar de convertir en algo real el sueño que tiene entre ceja y ceja: construir una máquina para viajar a través de las épocas. Después de una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo invertidos el protagonista de la novela consigue confeccionar una máquina del tiempo y viajar tanto hacia el futuro como hacia el pasado.


Luego de sus viajes reune a destacados miembros de la comunidad científica para darles a conocer su historia y su testimonio de la vida futura, así como para advertir de los problemas en los que derivará la humanidad si sigue comportándose como hasta ahora. Este viajero se encuentra con que en el mismo lugar en donde él habita miles de años después existe una sociedad completamente polarizada. 

Por una parte, se encuentra con los Eloi, quienes son descendientes directos de la burguesía y las clases pudientes de su época, los cuales únicamente viven para el disfrute sin ningún tipo de preocupación, y que, a su vez, son completamente inútiles, pues no tienen ninguna capacidad de reflexión ni tampoco poseen conocimientos técnicos o históricos, y mucho menos presentan atisbo de responsabilidad moral. Son individuos que se entregan al placer de la comida, el ocio y la reproducción y que no saben hacer absolutamente nada, llegando al punto de que no son capaces de comprender, ni siquiera de plantearse, de dónde procede la comida de la que se alimentan.

Por otro lado, se encuentra con los Morlock, los que descienden del proletariado actual. Estos viven bajo tierra y son los que poseen toda la industria. A su vez, poseen conocimiento técnico y trabajan como autómatas, cosa que los Eloi no hacen ni por asomo. Su alimento son los habitantes de la superficie, es decir, los Eloi, a los cuales cazan con regularidad.



Como dije con anterioridad la obra de Wells es completamente intencionada y está cargada de un tinte crítico acerca de la política y la deriva de la sociedad enorme. Este autor, como dije también, socialista, estaba descontento con el actual modo de vida de su sociedad, pues veía que el desarrollo moral no acompañaba al desarrollo científico, lo que podría causar un descontrol enorme, ya que era posible que todo lo que fuésemos generando a través de la actividad científica descarrilará completamente por no saber hacer un uso responsable de ello.

Así, las máquinas podrían tomar el control, podríamos sumirnos en guerras que devastasen casi por completo la vida en el planeta, generar cantidad de desastres naturales. Por otro lado, a Wells también le preocupaban la polaridad que existía en la población de su época y el sometimiento que esto conllevaba hacia una clase social, a saber: la trabajadora. Así, la burguesía mientras poseía el control de los medios de producción se enriquecía a través del trabajo de los proletarios, quienes vendían su tiempo y esfuerzo por un salario para poder subsistir.

En relación con esto, parece que Wells veía su evolución como Hegel presentaba a través de la conocida dialéctica entre amo y esclavo. El amo, para el alemán, era el que tenía capacidad de imponer su voluntad sobre el esclavo y conseguía que trabajase para su satisfacción. El esclavo era el que poseía una voluntad más débil y el que trabajaba para el amo. Esta situación llevaba a que el amo se acomodase y se olvidase de trabajar, lo que lo convertiría en un inútil, haciendo que ya no domeñase la situación, pues su subsistencia dependía completamente del esclavo, quien poseía la capacidad de trabajo. La obra de Wells refleja la dialéctica amo-esclavo hegeliana a la perfección: los Eloi descienden de la burguesía, la cual se olvidó de la realidad y del trabajo, dedicándose exclusivamente al ocio y la frivolidad, perdiendo por completo su poder en detrimento de los Morlock, quienes, capaces de trabajar y producir, acaban por dominarlos.



Ya como conclusión y volviendo a la cuestión del Historicismo presentada al inicio de esta entrada cabe destacar la crítica que se percibe en la novela del propio Wells. Y es que nos damos cuenta con una lectura atenta de la misma que dicho autor está criticando duramente los preceptos historicistas que se mantenían en su época, tales como que la Historia de la Humanidad está destinada al progreso científico y técnico, que la burguesía es la clase que ha de dirigir a la sociedad, o los completamente contrarios emitidos por los seguidores del socialismo y de Karl Marx. Wells, pues, impregna La Máquina del Tiempo de una muestra de la peligrosidad que parte de la aceptación de una serie de leyes inexorables que rigen la historia humana y que no permiten a las propias personas cambiar su destino, pues les restan toda responsabilidad de acción y justifican cualquier suceso, sumiéndolos en ocasiones en el pleno conformismo.




jueves, 7 de marzo de 2019

Suicidas: Tan cobardes, tan valientes.

   A caballo entre los siglos XVI y XVII un tal Hugo de Groot sienta las bases de lo que serían las teorías contractualistas modernas, que más tarde transitarán Hobbes, Locke y compañía. Consideraba que el ser humano posee el derecho de usar su cuerpo como un objeto, pero no de forma absoluta, pues en última instancia éste le corresponde a él a modo de alquiler. Dios le concede al hombre un cuerpo para que pueda vivir, pero no permite que haga con él ciertas cosas porque en última instancia pertenece a su creador. Así, el suicidio para el filósofo neerlandés estaba completamente prohíbido, pues estaríamos atentando contra las posesiones divinas.

  ¿Y por qué comienza a hablar del suicidio a través del pensamiento de Hugo de Groot? Sencillamente porque hizo hincapié en él y lo presentó como un grave delito y pecado. Bien es cierto que con anterioridad otros filósofos, fundamentalmente en el período helenístico, reflexionaron acerca de esta situación, como fue el caso de Séneca fundamentalmente, quien, dada su condición estoica, consideró que cuando un individuo no es capaz de enfrentarse a las circunstancias que la vida le presenta ha de desaparecer del teatro del mundo de la forma más digna posible: quitándose la vida voluntariamente. Ya en la Posmodernidad y en nuestro tiempo, llámesele a este como se quiera, el tema del suicidio ha estado mucho más presente en el pensamiento de todos los filósofos: Cioran, Nietzsche, Schopenhauer, Camus, Sartre, etc.

   Lo que pretendo destacar fundamentalmente es que todos estos pensadores, sean del tiempo que sea, consideran o bien que el suicidio es algo positivo o que es algo negativo. Sería positivo en el caso de Séneca cuando las circunstancias lo exijan, cuando uno no está preparado para afrontarlas. Mientras que en el caso de muchos de los autores de la Posmodernidad el suicidio también sería algo positivo, pues evitaría el sufrimiento y la incertidumbre propios de la vida de cualquiera. En el caso de Hugo de Groot y de muchos pensadores influenciados profundamente por el Cristianismo la aniquilación voluntaria de la vida se percibe como algo enteramente negativo, pues aparte de inhabilitarnos para cumplir los Mandamientos Divinos y dirigirnos en el momento de nuestra muerte al Paraíso, estamos atentando contra la Voluntad Divina, ya que Dios nos otorga un cuerpo para vivir y nos prohíbe tajantemente el suicidio.



  Ahora bien, el suicidio no es exclusivamente algo positivo o negativo dependiendo del prisma con el que se mire, sino que es algo valiente o cobarde, o incluso las dos cosas. Y ese es el centro de la reflexión que pretendo llevar a cabo. 

  Suicidarse es de cobardes. ¿Por qué? Por varias razones: Incapacidad de enfrentarse a las circunstancias que la vida nos presenta (temor a que no obremos adecuadamente, temor al sufrimiento, a la insatisfacción, temor a hacer daño a los demás: no estar a la altura), incapacidad de dotar de un sentido a la existencia, sea éste relativo o compartido, etc.

    Pero el suicidio también es de valientes. ¿Por qué? Por otras tantas razones: Valor al enfrentar la incertidumbre que la muerte nos depara, capacidad de poner fin a una vida en el momento que uno escoge, valor para enfrentarse al Juicio que Dios, en el caso de existir, dispondría, etc.

    Y, ¿saben que es lo peor de todo? Que vivir también es de cobardes y de valientes. El que tiene una existencia pesima y se empecina en seguir con ella dirigiéndose hacia donde ésta le lleve contra viento y marea es en parte un individuo muy valiente. El que se aferra a esta vida, aunque le depare sufrimiento, incertidumbre y dolor, es en cierto modo alguien valiente. Pero a la vez es cobarde, ya que vive porque teme hacer daño a sus allegados, porque teme el castigo divino al cometer el suicidio o porque no se atreve a enfrentarse de frente con la supuesta aniquilación total que la muerte podría suponer para su persona.

     Quitarse la vida es positivo y negativo. Es un acto valiente y a la vez cobarde. Y vivir también. Todos somos valientes y al mismo tiempo cobardes, todos buenos y malos. Hasta este punto somos tan relativos...


Que tengan un buen día.

lunes, 11 de febrero de 2019

Un dios inconcebible

Llevaba tiempo sin entrar en este blog. Mucho más sin escribir cosa alguna y otro tanto sin hacerla pública. Entre una cosa y otra me he olvidado de mi verdadera vocación: la de pensar mientras escribo o escribir mientras pienso. Pero, eso sí, nunca he dejado de pensar. No soy capaz, quizá es que sea adicto. No lo sé.

En todo este tiempo he pensado sobre muchas cosas. Fundamentalmente en estudiar, pero también he tenido tiempo para distraer mi mente con otros asuntos. Y la verdad es que mis preocupaciones no han cambiado en demasía a lo largo de los años. El eje central de toda mi reflexión siempre ha sido Dios y siempre lo será. Alguna deuda pendiente, quizá. En fin, él lo sabrá. A pesar de esto no quiero que os asustéis, no soy un predicador ni cosa semejante, sino un simple filósofo que juega con su lenguaje y su pensamiento para alcanzar el conocimiento de un ente que de existir está muy por encima de él. Así, mi reflexión en torno a Dios no parte de un fundamento religioso ni mucho menos, si no que lo que pretendo con la misma es comprender en profundidad el concepto que define a tal individuo, como encontrar evidencias en contra o a favor de su existencia, sobre todo esto último. He de decir que todavía no las he encontrado. Quizá por mi limitada e imperfecta naturaleza. Quiero incidir en esto, a saber: en la limitación y la imperfección. Más bien en su contrario. Veamos.

Desde el contexto cristiano Dios se define como un ente perfecto e ilimitado, es decir, como una entidad a la que no le falta nada absolutamente y que, a la vez, no posee ningún tipo de necesidad o determinación, pues nada hay más poderoso o inteligente que él. Es omnipotente, omnisapiente y goza de todas esas clásicas características que ya todos conocemos de sobra. A su vez, esta deidad crea el mundo desde la nada otorgando un especial lugar en el mismo a los seres humanos para que logren ser felices en la vida terrenal, pero sobre todo en la que tendrán tras el proceso físico de la desintegración del compuesto alma y cuerpo.


En fin, mi inquieta mente no puede pasar estas cuestiones por alto y necesita profundizar en las mismas para tratar de comprenderlas en la medida de lo posible. Realmente no es capaz de entender nada en absoluto. Si la finalidad de Dios al crear el mundo es nuestra felicidad, ¿no contradice eso su perfección e ilimitación inicial? Y es que si no le falta nada en absoluto, ¿para qué demonios crea nada? Si es perfecto, en teoría, debería de estar enteramente colmado sin ningún tipo de preocupación ni finalidad, puesto que esto implicaría que le faltara algo (ya lo apuntó un sefardí excomulgado en su obra cumbre hace casi 400 años). Por tanto, resulta para mi mente inconcebible que un ente que posee absolutamente todo, que no tiene ningún tipo de fijación ni de necesidad, porque goza de la característica de máxima grandeza (como se apunta en el Argumento Ontológico el Ser Máximamente Grande es el que posee las GMP (Propiedades que Engrandecen, en inglés), las cuales son, entre otras: Amor, Omnipotencia, Perfección Moral, Omnisciencia, etc.), cree el mundo y quiera que los seres humanos sean dichosos en él.

Y es que este dios realmente es inconcebible. Pero sabe Dios si existe.

Hasta la próxima.