sábado, 15 de febrero de 2020

Unha língua de seu

Malia a língua galega ter sofrido unha coitelada lingüística por banda do castelán, a cal se pode apercibir sen dificuldade nalgúns dos seus sons, na súa grafía e por riba de todo na mancheia de verbas castelás que contaminan esta fala no seu emprego cotiá e non oficial, existen xeitos e expresións que chaman a atención con forza e converten ao galego non só nun moi achegado irmao do portugués, senón nunha fala propria e ben diferenciada que, aínda ao estar sometida ao imperio lingüístico castelán, conserva o seu selo máis que diferenzal.

E é por iso polo que o galego, que case conta con mil anos, non é un xeito de falar o portugués, nen o castelán, nen unha mestura entre o derradeiro e o primeiro. Se non o cren tenten dicirlle a un portugués que están ledos de velo ou que el é un pailán, lacazán ou papaberzas. Fagan o mesmo cun falante de castelán que non saiba galego: díganlle que xa fixeron a cea, mais que hai que agardar aos convidados. Proben a falarlle da saudade ou díganlle que o mosteiro de Oseira é enxebre.


Non lles deamos ese pracer aos monopolios lingüísticos. Non subxuguemos a unha antiga e riquísima língua empregada polos nosos devanceiros a traveso dos séculos ao castelán e ao portugués. Non voltemos dicir que o galego é unha especie de portuñol ou un portugués falado de xeito estrano, tampouco que é o castelán falado polos campesiños de Galicia. Sen máis, digamos que somos galegos e que falamos o galego, unha língua propria dun territorio que ren ten que envexar ás súas viciñas máis próximas. E que, malia ser moi semellantes entre elas, abre o camiño cara a un inmenso mar de posibilidades. E así teremos de ficar: mirando ao xigante Atlántico que está ao noso redor pensando con orgullo e profundidade a sobor das nosas máis que proprias características.

La política ha muerto

En 1882 el siempre citado y más que conocido Friedrich Nietzsche dejaba por escrito la siguiente sentencia: "¡Dios ha muerto!". Para él todo lo trascendente había muerto. Nada existía por encima de nosotros que pudiese guiar nuestras vidas. Ninguna instancia superior, pues, podrá guiarlas. Nuestros valores ya no dependen de ello en absoluto, si no de nosotros mismos. Nos tenemos que encargar tanto de crearlos como de mantenerlos y vivir conforme a ellos. Nietzsche repetiría esta frase en varias de sus obras, ejemplo de ello es la clásica Así habló Zaratustra, que comenzaría a escribir en 1883.


Hoy, casi 150 años después, las implicaciones de sus desgarradoras reflexiones siguen teniendo palpable vigencia en todos los ámbitos, pero con mayor preocupación nos percatamos de ellas en la política. La política, etimológicamente gestión o gobierno de la polis (ciudad), debiera ser, según los filósofos clásicos, una disciplina o ciencia que tuviese como objetivo lograr el bien común, es decir, que con su ejercicio se buscase siempre favorecer a los ciudadanos. Así, pues, la praxis política tendría que estar por completo al servicio de los ciudadanos y no convertirse nunca en un instrumento de explotación o engaño hacia los mismos. El fin que ha de lograr el ejercicio de la política tendría que coincidir con otorgar la posibilidad a los sujetos que habitan la polis de realizarse por sí mismos plenamente en un marco de convivencia que así lo permita.

Dicho esto, es apreciable como la definición clásica de política, muy ligada con la virtud, presentaba una enorme preocupación por cada uno de los individuos. La polis era el marco de realización y de posibilidad de todos los ciudadanos. Lo importante era también la gloria de la misma, pero, ¿cuál era la forma de conseguirla? Sencillamente, estableciendo las estructuras necesarias para que sus habitantes pudiesen desarrollarse de forma virtuosa. Así, si las partes son virtuosas el conjunto será excelso.


Sería interesante realizar una revisión de las definiciones que ha tenido el término política a lo largo de la historia, pero no es de especial relevancia para el caso. A pesar de ello, es preciso rescatar que el término entendido desde un contexto clásico ha sido desvirtuado y prostituido, ya no sólo en su definición, que también, sino más bien en la aplicación práctica del mismo. La intervención política se ha convertido en una máquina de pestilentes embusteros e interesados a lo largo de los milenios, lo que, por otra parte, no implica que antaño no lo haya sido también. 

El político, que debiera ser uno de los individuos más reputados y respetados, ha perdido casi por completo su consideración dados los casos de engaño, corrupción, tráfico de influencias y demás tropelías. El político, que debiera gobernar para hacer la vida de sus conciudadanos un poco más sencilla, busca en la mayoría de los casos su interés particular, su enriquecimiento. El político, que debiera buscar el beneficio de todos, busca el bien personal. El político, que debiera ser honrado, roba. El político, que debiera dialogar con talante y atención con otros políticos, se enzarza en combates dialécticos de baja estofa y mínima importancia. El político, en verdad, ha muerto, y nosotros lo hemos matado.



Y no nos ha llegado con matarlo a él, sino que también hemos matado a la política. Por las contingencias a las que nos ha llevado la deriva histórica la gran mayoría vivimos preocupados en exceso por el placer. Dentro del placer, como es obvio, encontramos la preocupación por el ocio, es decir, por el clásico pasarlo bien. Para pasarlo bien hemos de buscar entretenimientos agradables. Aquí, los espectáculos se llevan la palma. Sean realities, partidos de alguna disciplina deportiva, programas de humor, de tertulia, etc., todas estas situaciones nos hacen pasar momentos llenos de carcajadas muy agradables en los que el uso del pensamiento es mínimo, por desgracia. 

La política, bien por nuestra culpa, o por ella misma y sus secuaces los políticos, se ha convertido en eso: un superfluo y banal espectáculo.