viernes, 29 de marzo de 2019

La Simulación en la que vivimos: El dios engañador.

A lo largo de la Edad Media y con el establecimiento del Cristianismo como religión preponderante y elemento regulador de la actividad filosófica en Occidente encontramos una enorme cantidad de reflexiones en torno a la naturaleza del dios de dicho credo y a su relación con los seres humanos. Una de las características fundamentales de esta entidad trascendente es la omnipotencia, que traerá consigo extensos y profundos dolores de cabeza por parte de algunos de los filósofos y teológos del tiempo. Y es que, si Dios es omnipotente, es decir, si su poder lo abarca todo, nada existe que lo limite. Así, podría jugar con nosotros a su antojo y nunca nos daríamos cuenta: ¿cómo podemos estar seguros, pues, de que lo que percibimos y pensamos no está siendo provocado de forma engañosa por Él?


Uno de los intelectuales que más atención prestó a esta situación fue Guillermo de Ockham (S. XIII-XIV), conocido fundamentalmente por aplicar el principio de economía en la resolución de arduos problemas metafísicos. Dicho pensador, uno de los detonantes de la filosofía escolástica, centró gran parte de sus reflexiones en dos ámbitos principalmente: la omnipotencia de Dios y su absoluta voluntad. 

El monje franciscano defendía que la divinidad es completamente superior a nosotros y que no hay forma de conocerla a través de las sensaciones o de la reflexión, pues está situada fuera de nuestro universo y nuestra posibilidad de comprensión y conocimiento. Defiende, entonces, que la única vía para acceder a Dios es a través de la fe, es decir, aceptando lo que en la Biblia está escrito acerca de Él.


Dios, pues, afirmaba, es omnipotente. Todo lo puede y, así, puede hacer lo que le plazca, ya que su voluntad también es absoluta. Él ha creado el mundo de una forma, pero podría haber sido creado de otra muy distinta. Dada esta circunstancia no existe nada que garantice que Dios no nos esté induciendo al error cada vez que pensemos y/o percibamos. Por tanto, podríamos estar teniendo sensaciones de diferentes objetos y entidades que realmente no existen, fruto de un desagradable y engañoso juego llevado a cabo por la divinidad. Si Dios es la voluntad absoluta y ejerce un poder ilimitado nada nos salvará ante Él, pues podría hacer en cada momento lo que le viniese en gana. 

A pesar de esto, Dios, según Ockham, no puede hacer nada que incurra en contradicción. Ergo, no será capaz de crear nunca una roca que ni Él pueda levantar. Tampoco será quien de crear un círculo cuadrado o atentar a su antojo contra el principio de contradicción e identidad. A pesar de que la actividad divina no está limitada físicamente, sí lo está lógicamente. Si bien es cierto que esto reduce su marco de actuación no nos libra de ser víctimas del engaño al que Él nos quiera inducir.


Pocos siglos después del desmoronamiento de la escolástica aparece un personaje que marcará un antes y un después en la reflexión acerca del estatuto de la realidad. Él es René Descartes (S. XVII). En pleno Barroco, y como puente de unión entre el Renacimiento y la Edad Moderna, el filósofo francés está completamente obsesionado con el conocimiento certero y evidente, así como con la importancia de desarrollar un riguroso método para alcanzarlo.

Esta obsesión, de la que es partícipe al beber en parte de las fuentes renacentistas como Pico della Mirandola, Michel de Montaigne o Francis Bacon, le lleva, en cierto modo, a ser un escéptico acérrimo que aplicará el recurso de la duda a absolutamente todo el ámbito cognoscitivo. Por otro lado, las especulaciones de Guillermo de Ockham, Francisco Suárez y muchos de los escolásticos en torno a la voluntad y omnipotencia divinas le empujarán a profundizar todavía más en la duda llegando a plantear la presumible existencia, ya no de un dios que meramente engaña, sino de uno que nos conduce al error por pura maldad, de un genio maligno.



Por tanto, y como Descartes expondrá fundamentalmente en el Discurso del Método (1637), nada de lo que creíamos conocer hasta ahora queda salvaguardado ante la conocida como duda hiperbólica. Así, el pensador galo partirá de la posibilidad de que estemos viviendo un sueño o de que nuestras percepciones sean erróneas o meras ilusiones. Dicha posibilidad es presentada desde tres problemas diferenciados:

El primero de ellos consiste en que, para Descartes, el sueño y la vigilia son en numerosas ocasiones casi indiferenciables. Para dar mayor peso a esta cuestión argumenta que usualmente cuando permanece en su butaca al lado de la chimenea no es capaz de diferenciar si está soñando o despierto. Admite, también, que no es la primera vez que cree estar en estado de vigilia en su butaca disfrutando de la lectura de alguna obra acompañado por el fuego que brota en la chimenea y se despierta subitamente percatándose de que todo era producto de un sueño.


El segundo de los problemas se centra en los errores a los que nos llevan las percepciones en gran cantidad de ocasiones. Con esto fundamentalmente se intentan destacar las problemáticas circunstancias que entraña el dejarse llevar por la información que aportan nuestros sentidos. Descartes emplea un conocido ejemplo: el del palo introducido en el agua. El pensador francés expone que antes de que dicho objeto esté dentro del líquido elemento es percibido como algo recto y continuo, mientras que al introducirlo  en el agua lo vemos como algo quebrado y discontinuo. Entonces, se preguntará Descartes, ¿cómo sabré cuál es la forma real del palo? En el caso de que el agua nos lleve a percibirlo erróneamente, ¿cómo puedo saber que de las otras maneras estoy percibiendo una imagen adecuada del mismo?

Otro clásico ejemplo que nos lleva a dudar de nuestras percepciones es el de la torre. Así, cuando uno observa un torreón desde la distancia éste parece tener forma rectángular, pero en el momento en que dicho individuo se acerca a unos 30 ó 40 metros del mismo lo percibirá con figura cilíndrica. Entonces, ¿cuál es su forma real?



Siguiendo estos ejemplos, pues, plantearía las siguientes cuestiones: ¿cómo podemos confiar en los datos que aportan nuestros sentidos si muchas veces se contradicen?, ¿cómo estar seguros de que lo que percibimos en nuestro estado actual se corresponde con la realidad y no lo que percibimos en otra situación diferente?

El tercer problema tiene que ver con Dios. Aunque Descartes acabará por salvarlo defendiendo que, dada su infinitud, es perfecto y bueno, plantea en varios de sus escritos la posibilidad de que exista un agente divino malévolo que nos lleve a engaño de manera constante. Esta situación podría darse de varias formas. Se produciría indirectamente si ese genio hubiese introducido en nuestra propia naturaleza el engaño y el error. Pero podría intervenir de un modo más directo interfiriendo constantemente cuando pensemos o percibamos. Sea cuál sea su modus operandi Descartes considera que no podemos estar seguros de absolutamente nada. 

Con nada se refiere también a las verdades geométricas, matemáticas o analíticas. Aunque pensemos como cierto y evidente que 2+2 es igual a 4 o que A es igual a sí misma, ¿no es cierto que, detrás de todo esto, podría estar ese dios maligno llevándonos a considerar como evidente lo que no lo es en absoluto?


 Al final, como apunté en los párrafos anteriores, Descartes salvará a Dios y negará que pueda realizar un acto tan atroz. También salvará al pensamiento. De lo único de lo que se muestra seguro en el Discurso del Método y en las Meditaciones Metafísicas es de que duda, y si duda es que piensa, sostendrá. Si piensa, pues, existe algo que piensa. Pero, ¿qué es lo que piensa? Para el filósofo de La Haye piensa la cosa-pensante (res cogitans).

Sin embargo, ¿solucionan estas intuiciones de Descartes el problema de la ilusión? Si la única certeza absoluta es que existe una cosa-pensante que piensa, ¿no cabe la remota posibilidad de que no seamos más que soportes o cerebros con la única capacidad de pensar sometidos a diferentes estímulos, ya por capricho o azar, que nada tienen que ver con la realidad?
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario